domingo, 4 de diciembre de 2011

Dreams of Fifth Avenue

Drama en tres actos, uno soñado y dos reales.

ACTO PRIMERO

 

Fotos: Leo Cobo 



"El hombre -quizá aún más la mujer- tiene necesidad de alguna dosis de ficción, esto es, necesita lo imaginario además de lo acaecido y real.
Necesita conocer lo posible además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo descartado y lo que pudo ser además de lo que fue.

("Lo que no sucede y sucede". Javier Marías)

El mundo es tan pequeño... Y, finalmente, Nueva York no es más que una ciudad fronteriza con La Coruña, mar por medio. Aterrizamos casi por casualidad, nada más aterrizar en el JFK (casi también de casualidad) en una fiesta en Brodway, después de un estreno teatral.
En la terraza del apartamento de nuestro anfitrión en NY (agente del compositor del musical) Leo planta su trípode y apunta hacia el skyline neoyorkino, que parece un cartel más de los que coronan los teatros de ahí abajo, o el perfil de un escenario en un oscuro delimitado por las candilejas, o un inmenso espejo de camerino flanqueado por docenas de bombillas. 
A nuestras espaldas oímos a Ryuichi, el compositor, charlando con una mujer. Ella habla del tempo de la música de él. Él le confiesa su asombro por la calidad del maquillaje y la peluquería, por lo maravillosamente que ha diseñado ella su trabajo de acuerdo con la música y el tono del espectáculo, y cómo en cada ensayo esperaba tanto las sorpresas diarias de los intérpretes de la orquesta como la evolución de la “música visual” del trabajo de peluquería y maquillaje; y que “tempo” el de ella y su equipo manejando los cambios con una limpieza insólita.
No quiero ni volverme para ver la cara de la interlocutora de Ryuichi.
En su impecable inglés queda un rastro inconfundible de acento madrileño.
No puede ser lo que imagino. 
Yo sé que cuando el cine americano recaló en España de la mano del productor Samuel Bronston, el peluquero y maquillador Julián Ruiz y su mujer, Antoñita Galiana, se convirtieron ya para siempre en leyendas vivas del espectáculo tras sus trabajos en "55 días en Pekín", "El Cid", "La caída del Imperio Romano" y tantas otras películas míticas. También sé que durante aquellos años Julián y Antoñita fueron reclamados muchas veces desde América, y que finalmente decidieron dejar Madrid y abrir una tienda-taller en la Quinta Avenida.


Pero de eso hace 50 años. 
Sé también que Julián Ruiz murió hace 25, y que Antoñita siguió con el negocio, en el mismo local de la Quinta Avenida, y que éste se fue transformando con los tiempos, como su vecino Tiffany, y que, al igual que éste con sus diamantes, no decayó jamás porque ella nunca bajó la guardia en la calidad de sus trabajos (siempre pelo natural, ni uno sólo sintético; siempre maquillajes a los que puedes hacerles un macro y no distinguirlos de la realidad).
Y sé que la firma “Antoñita Vda. de Ruiz” sigue figurando en los créditos de las películas americanas y en los programas de los teatros de Brodway. 
Pero pienso que no es posible que sea ella misma la que diseña y confecciona las pelucas.
Antoñita debe de tener más de 80 años (luego supe que son 84) y a esa edad sería más lógico encontrársela paseando por Central Park que resistiendo agotadoras jornadas de ensayos y vertiginoso trabajo en el taller. Y mucho menos encontrársela en una fiesta nocturna en la madrugada, tras un estreno nada menos, porque he visto mucha gente joven a la que la adrenalina se le muere en combate apenas el regidor da la orden de no volver a alzar el telón mientras suenan los últimos aplausos del siempre esperado y temido estreno.
No quise volverme. Seguí escuchando la conversación a mis espaldas como quien se sabe en medio de un sueño y no quiere despertar, hasta que oí la voz de nuestro anfitrión: “Disculpad... quisiera presentaros a unos amigos que acaban de llegar de tu tierra, Antoñita...”


*


La noche terminó con Antoñita mirando las fotos de Madrid que Leo traía en su cámara. Fotos de un poblado chavolista, desasosegantes, hirientes, profundamente teatrales y profundamente tristes. Un Madrid igual al que ella recordaba, el de la Guerra Civil y el de la posguerra, sólo que las causas del decorado eran otras y el escenario se había movido unos cientos de metros más allá.


*


Quedamos con ella para desayunar en un restaurante a la orilla de Central Park. Con la mujer que sin duda sabe más secretos de las estrellas del espectáculo porque, como nos dijo después uno de sus ayudantes “en cuanto le pones la mano en la cabeza a alguien, se desinhibe completamente y deja su alma al aire entre el espejo y tú”. 
Enfilamos la calle más cara del mundo hacia la tienda-taller de Antoñita. Nos fue contando cómo fue su llegada a esa ciudad bellísima y acogedora. Cómo no echa de menos las refrescantes sombras de Madrid (la ciudad con más árboles por habitante de toda Europa) porque en NY, aunque no flanquean las calles, hay árboles entoldando las placitas recoletas que te encuentras en cada esquina y que le recuerdan tanto a las de su barrio de La Latina, donde conoció a Juli, y donde, con él y a sus 14 años, empezó a inventar fantasías para las cabezas (¿para qué sino son las fantasías?).


Un cartel publicitario de 20 metros, a la sombra del Empire State, cubre la siguiente fachada. La peluca con aire rococó de la modelo que anuncia un perfume, la veremos un rato después en la tienda-taller colocada en una cabeza de madera acribillada por los alfilerazos de más de cien años. Las cabezas que Julián y ella se trajeron de Madrid hace más de cincuenta años, y que ya nadie fabrica. 
Estamos llegando. Tiffany nos atrae como un imán, todavía mas por los miles de fotogramas que evoca que por lo que muestra en su escaparate. Mientras, comentamos el olor que impregna toda la ciudad. El de los cientos de puestos de comida que inundan las calles. NY huele a perritos calientes. Le preguntamos a Antoñita si esto resulta molesto. Dice que no, que forma parte de la ciudad, que te acostumbras, y que lo echaría de menos si faltase.
Pero... la verdad la verdad (echa la cabeza para atrás y estalla en una carcajada) es que preferiría que oliese a gambas a la plancha, esas que se tomaba en Casa Alfredo con su Juli, en Madrid, al final de cada jornada.

Esas gambas que fueron las culpables de que todo esto que acabáis de leer ocurriera casi tal cual fue contado, pero varios miles de kilómetros al este.



ACTO SEGUNDO




Muchos, ¡muchos! le ofrecieron a mi marido un cheque en blanco para irse a América a trabajar. Esa gente tenía mucho dinero, sin embargo manos como las de él...
Mi Juli, que era tan sencillo, decía: ¿para qué vamos a ir a América, Antoñita, si nosotros salimos de trabajar y nos vamos a Casa Alfredo a comer unas gambitas y somos tan felices...
Y yo, como era más fantástica, decía...
Antoñita pasa una página del álbum en que guarda las fotos de “55 días en Pekín”, el que nos está mostrando en este momento, y olvida hablar de sí misma para volver a aquellos días de trabajo con Samuel Bronston, el productor americano de esta película y tantas otras para las que Antoñita y Julián trabajaron durante muchos años.
Mira, mira qué bonito, ¿no es maravilloso? Mira estas calotas y las pelucas saliendo de la mitad de la cabeza ¡eso es muy difícil que quede bien!, como los chinos de entonces.
Esta es Flora Robson, la emperatriz, ¿ves que tiene párpados postizos? (Leo y yo miramos, pero no vemos el postizo, sólo que Flora Robson tiene los ojos más achinados que en otras películas). Bueno, claro, no se nota... de eso se trataba, ¿no? También le hicimos la boca más pequeña, mira qué limpieza de maquillaje... Esto para mi marido fue un éxito, lo lanzó a todos los sitios. Cuando lo vieron hacer estas cosas prescindieron de los maquilladores y peluqueros que venían de Hollywood. Fue Vicente Sempere, un productor de aquí que trabajaba siempre con mi marido quien lo llamó, porque Juli era un ser excepcional... La primera que hicimos fue “La caída del Imperio romano”, que la rodamos en La Granja...
Y nos perdemos en los años 50 y en los fabulosos peinados de “55 días en Pekín” y en las anécdotas del rodaje trufadas de información que sería oro en cualquier escuela de cine y... Y a mí me sigue retumbando ahí la frase que Antoñita dejó a medias: “Y yo, como era más fantástica...”
Decías que como tú, que eras más fantástica ... ¿Qué? ¿Qué decías tú?
Yo le decía: Vámonos, Juli. Vámonos a Nueva York y ponemos una tiendecita en la Quinta Avenida.
Se ríe con la cabeza levantada, una risa fresca, como de adulto que acaba de contar la travesura de un niño.


Y sigue rescatando pedazos de vida. Mira, Yul Brynner, en “Los siete magníficos”, querían ponerle peluca, pero él los convenció de que no, de que él era así y así quería salir. ¿Quién es la chica a la que abraza? Una chica de figuración, me parece...

Leo y yo miramos maravillados los primeros planos de aquellos maquillajes insólitos. En muchos de ellos las conocidísimas caras de los actores has desaparecido debajo de las caras recreadas por Julián Ruiz y Antoñita. Son fotos de una calidad extraordinaria, y no hay en ninguna de ellas ni el menor rastro de irrealidad.
Pues son tal cual, las fotos. ¡Nada de PhotoShop!, dice. Imagínate, estas caras y estos pelos luego iban a verse moviéndose en la pantalla multiplicados por veinte.


Y aquí Charlton Heston, para “El Cid”, ¿veis? Pruebas de cicatrices. Tenía que llevar una, y estas son las pruebas... mira, en la mejilla derecha, en la izquierda, más grande, más inclinada...
Yo dirigía el taller. Ese era mi sitio. Ahora, si había mucho jaleo o mucha figuración nos íbamos todos al rodaje a poner pelucas.
¡Cómo trabajamos! También hicimos muchos western malos. Pero el trabajo era el mismo.
El fotógrafo de foto fija y la script eran personas fundamentales para nosotros. Imaginaos de un día para otro repetir exactamente cada detalle...
Mirad, Fernando Fernán-Gómez, con peluca peinada hacia atrás. Era calvo, sí. Como David Niven, que siempre llevaba apliques, pero con flequillo, y mi marido le hizo un aplique peinado hacia atrás, para que se le viera la frente. Sí, es más difícil, claro, se ve la raíz... Mira, mira qué bigote y qué barbas.
Leo estudia la foto. Esta barba parece puesta pelo a pelo, dice. Así es, dice Antoñita. Pelo a pelo. Y cada pelo rizado en la punta, porque... bueno, tú tienes barba y lo sabes, las barbas nunca son tiesas, nunca. Pelo a pelo, sí.
Y entonces Antoñita baja el tono y dice con cierta tristeza: se trabajaba muy bien y con muy pocos medios. Ahora... es todo más de andar por casa. Los directores andan ahora con demasiadas prisas. Antes era más arte. A veces, ahora, me da la impresión de que todo vale. Y no todo vale.
¿Dónde aprendió Juli todo esto?
Pues en ningún sitio. Un poco de su padre. El resto, todo lo inventó él solo. Mucho talento, tenía. Mucho. Y mucho amor por su profesión. Lo que trabajó, no tenéis ni idea. Noches enteras se pasaba .........
El café ya está listo, y esta vez Leo no es el cliente invisible, el camarero no se olvida de él, como ya viene siendo costumbre en nuestra entrevistas, porque es la propia Antoñita quien se lo sirve. Y ella nunca se olvida de nadie. Recuerda a toda la gente que conoció con sus nombres y apellidos. A todos sus colaboradores, a todos sus familiares, vecinos, actores, directores. Su cabeza es un archivo fidelísimo de títulos, fechas, localizaciones, lugares de estreno. Y personas. Sobre todo, personas.
Aunque... todo tiene su excepción. Concretamente dos excepciones: la primera es que a Ava Gardner la llama siempre “Gilda”.La segunda es cuando de pronto quiere contarnos algo y dice: Eso fue cuando mi Juli y aquel... aquel... aquel que vivía en la Carretera de La Coruña (nos mira esperando que le demos el nombre; no lo hacemos. Necesitamos más pistas.). Sí, aquel... el de“El Tercer Hombre”, dice. ¿Orson Welles? ¡Sí, Orson Welles! Pues fue ese día cuando...
Hace un rato que yo veo en el umbral de la puerta, de pie, discreto, a un hombre que nos mira con una sonrisa plácida. ¿Te la estamos entreteniendo?, le digo. Entonces Antoñita levanta la vista de los álbumes y sale disparada. Perdonadme un momentito, dice, vuelvo ahora mismo. Pero hijo, Miguel Ángel, como no me decías que... sí, ya tengo el material preparado, ahora mismo... mira, os voy a presentar.
Y nos presenta a Miguel Ángel, ayudante suyo desde hace décadas.
A este chico lo conozco yo desde que tenía 14 años, ¿verdad hijo? Él aprendió el oficio en casa. Su mujer también es peluquera, en el Real. ¿Traes en qué llevarlo? Ah, vale, espera que busco unos papeles de seda y ahora mismo... te lo llevas, tú vas picando, y ya cuando venga Merceditas...

Leo y yo nos miramos una fracción de segundo, miramos la pila de álbumes que nos queda por abrir, volvemos a mirarnos y sabemos que estamos pensando lo mismo: sentimos interrumpir el increíble viaje a través de las fotos, pero no podemos perdernos a Antoñita en plena acción en el corazón de su taller. Así que la seguimos por el pasillo plagado de recuerdos, que en realidad no son sólo recuerdos sino referencias vivientes para trabajos presentes y futuros.
Y allí nos sumergimos en un mundo de fantasía alucinante. Las cabezas de madera, maniquís para las pelucas, erosionadas por miles de alfileres, esas que ya eran antiguas cuando ella las conoció en el taller del que luego sería su suegro, esas que nadie más en el mundo tiene, y de las que no se desharía por nada porque mira qué formas, mira esta nuca, ahora ya no se hacen con tanta precisión ni con este material (las manos de Antoñita recorren el contorno, una caricia larga a un cuerpo querido, un viaje que las manos se conocen bien). Los soportes para las barbas, también de madera, esto sí que ya no lo encuentras ahora ni parecido. Las matas de pelo que antiguamente le compraba a los traperos, ya ves, y ahora cuestan 2.000 euros el kilo y de eso de desaprovecha una buena cantidad porque hay que seleccionarlos, igualarlos...
Los ojos de cristal y la piel de sus contornos, en látex, mira, ya está secos, es que tienen más de 30 años, eran de Juli... no, yo maquillajes de estos no hago. Eso era cosa suya, yo nunca podría igualarlo.


Y las cabezas de escayola que fueron los moldes para las cabezas de los personajes decapitados, mira, ésta (bueno, la que se hizo a partir de ésta) fue a parar al Río Manzanares. Le cortaban la cabeza al personaje y la arrojaban al río.
Pero fíjate: estos moldes se hacen siempre con la boca cerrada. Mi Juli los hacía con la boca abierta y luego le incrustaba los dientes. Hasta los pequeños pliegues de los labios le hacía, con un bisturí. Realmente acababas no distinguiéndola de la real.
En el sótano tengo más cabezas, dice, angelical.
Suena el teléfono del taller, y Antoñita lo atiende. Sus respuestas son ágiles, resolutivas, amabilísimas. Leo registra cada detalle: las agujas de picar, que “son sagradas, ya no las encuentras”, sus manguilleros, el cepillo metálico que parece una diminuta cama de faquir por donde pasa una y otra vez cada mata de pelo, los bocetos del vestuario distribuidos sobre la mesa...
Yo la miro y pienso que no estaríamos aquí si aquel obús que atravesó su casa durante la guerra hubiera estallado. Fue en el piso contiguo. Entró por una fachada y salió por la otra. El piso en el que vivía Bertita, su vecina y amiga desde entonces. Bertita es Berta Riaza, otra leyenda viva del espectáculo, esta vez de la interpretación. O si aquella otra bomba hubiera caído unos segundos antes. Antoñita iba a buscar la leche, y al llegar esta vez no había la interminable cola diaria, sino manos, sólo recuerda manos, esparcidas por el suelo, arrancadas de los cuerpos, aún aferradas a las asas de las lecheras.
Tampoco estaríamos aquí si a mí la vida no me hubiera llevado azarosamente al mundo del teatro. Ni si el teatro no fuera ahora un mundo propicio para las creaciones de Antoñita. El mundo que ha casi sustituido al cine en su vida. Su actual pasión, de la que hablaremos mañana.
Ni si sus padres hubieran elegido otro sitio para vivir cuando se mudaron, hace 76 años. Otro sitio que no fuera aquel piso de la calle Rodas -en el barro de La Latina de Madrid, muy cerca de dónde ahora vive y estamos-, sobre la casa-taller de la familia de Julián Ruiz. Ella tenía 8 años, Julián 11.


Pero esa es otra historia que, aunque fue el comienzo, forma parte del desenlace de ésta, en el capítulo siguiente.
Antoñita cuelga el teléfono, y continúa mostrándonos cómo se consigue el contorno exacto de la cabeza del actor sobre el viejo molde de madera.
Y yo le pregunto: ¿Tú te hubieras ido, Antoñita? ¿Hubieras montado tu tienda en la Quinta Avenida?
Yo sí, contesta decidida. En aquel entonces, sí.







ACTO TERCERO
y último.

Ilustrísima humildad de una leyenda viva







Pero las gambas de casa Alfredo se impusieron.
Antoñita Galiana y Julián Ruiz nunca dejaron Madrid, la ciudad en la que nacieron y se conocieron. En la que aún viven ambos, porque, aunque Julián murió hace 25 años, está presente en cada minuto de la vida de ella.
Ella.
Que cuando habla de su trabajo pasado sólo lo refiere a su marido, y cuando habla de su trabajo presente siempre lo hace en plural, casi como borrándose o mejor fundiéndose con su equipo.
Julián.

Tenían 8 y 11 años cuando se conocieron.
Él era el vecino de abajo. Julián se iba al Manzanares a pescar ranas. “Antoñita, ven, ven a ver esta rana”. A mí me daban pavor, dice, pero por estar con él accedía a ver las ranas, a limpiarle el triciclo... ¡a lo que hiciera falta!
A los 14 años entré a trabajar en el taller de su padre. Acababa de terminar la Guerra Civil. No recuerdo con amargura aquella época. Era muy pequeña, y todo aquello de las bombas y la escasez formaba parte de la vida cotidiana. Y además... ¡estaba Julián! Nos mandaban a cualquier cosa e íbamos los dos agarraditos de la mano. ¡En la vida me dejó! A todos los sitios íbamos juntos. Mi madre me decía: a mí me da la sensación de que Julipi y tú... Y yo decía: que no, mamá. Y ella decía: pues no sé cómo te gusta, porque vaya un cabezón que tiene. ¡No me lo llames cabezón, mamá!
¿Novios? Bueno, sí... éramos novios... de aquella época, ya sabes. Con 14 años no te dejaban tener novio. Pero él cumplió 18, mi suegra se dio cuenta de que... y en fin, ya nos dijeron que podíamos... ¡que podíamos ir al cine juntos! (aquí hay una ligera sorna en todo su tono nostálgico y tierno).
Íbamos a la sesión continua, al cine Pavón, y a las 9 en casa. Si no habías terminado de ver la película tenías que salirte. Íbamos corriendo cogidos de la mano calle Embajadores abajo para llegar a las 9.
Una época muy bonita. Preciosa. Nos casamos 10 años después, un día de Nochebuena.. Mira. Esa es la foto. 36 kilos pesaba entonces, era como una niña de primera comunión.
Ahora, mientras escribo esto, le pregunto a Leo si tiene la foto de esa foto, la de la boda de Antoñita y Julián. Leo me contesta que no, “sorry”, y yo recuerdo lo que pensé esa mañana de la entrevista, en más de una ocasión, al ver a Leo con la cámara bajada (algo insólito en él que, incluso a veces, cuando charlamos amigablemente me mira a través del objetivo ¡a mí, que me intimida más que el cañón de una escopeta! y me dice:“ignora la cámara, sigue contándome, es que yo escucho mejor si miro a través del objetivo”). Esa mañana Leo olvidó “escuchar” a través del objetivo, a veces durante más de diez minutos. Olvidó bajar a renovar su tiket de aparcamiento. Olvidó una llamada importante. Yo... olvidé mi cuaderno de notas en el taller de Antoñita (ir a su rescate al día siguiente tiene otra historia, pero ya será en otra ocasión). Eso pienso ahora, en cómo esta mujer estratosférica nos llevó completamente a su mundo, haciéndonos olvidar los nuestros. Es siempre el efecto de la pasión, supongo.
Y pensé también en otros momentos en que bajábamos la cámara o el rotulador deliberadamente, en esos momentos en que vislumbrábamos alguno de los infinitos secretos que Antoñita se calla, o en las pequeñas cosas que cuenta con un “esto no lo contéis”, y nosotros “deponíamos las armas”, que en cualquier caso eran inocuas, como para asegurarle que estaba a salvo con nosotros.




¿Hay secretos que te llevarás a la tumba, Antoñita? Todos. Hay muchas cosas que jamás conté y jamás contaré. Estas cosas que os digo pidiéndoos que no contéis, en realidad ya no tienen importancia. Aún así no son para publicar.
Y... esas cosas que nos cuenta son pequeñas revelaciones acerca e famosos de hermosos pelos que nunca fueron suyos, o famosas que llevaban pechos postizos de látex hechos por Julián mucho antes de que existieran los implantes de silicona, o actores con fama de ser bellas personas que en realidad eran seres insoportables con su gente más próxima.
O sea, que has trabajado también para particulares, no sólo para espectáculos, le digo.
Sí... bueno, en realidad la mayoría eran gente del espectáculo que también en su vida privada nos necesitaba. Porque antes no salía un señor calvo a la calle, y mucho menos si era actor. Ni un músico. No los contrataban calvos. No se lo decían claramente, pero no los contrataban. Mira, una vez Juli rodó una película en el Palacio de la Música. La escena era un baile con una orquesta. Julián había “peinado” al protagonista, y los músicos vieron que su hermosa cabellera era en realidad un postizo. Al acabar la secuencia se le echó encima la orquesta entera, pidiéndole que les hiciera postizos a ellos. Luego había que mantenerlos, claro. Teñirlos de vez en cuando, porque se decoloraban por el sol...
Las mujeres llevaban tiros, eso se hacía mucho en el cine, pero luego muchas los llevaban a diario. ¿Tiros? Sí, aquí en las sienes unas matitas de pelo ocultas, muy tirantes, y así estiraban la piel de la cara. En el cuello también se hacían. Terminaban con unos dolores de cabeza de espanto ¡y lo aguantaban!


¿Alguna diferencia a la hora de trabajar con actores españoles y americanos? Pues sí... los americanos eran muy profesionales, y terriblemente puntuales. Bebían como caballos, eso sí. Pero siempre estaban a la hora y nunca discutían tu trabajo. Una vez que el director artístico decía “esto vale”,eso valía y ni una palabra más. Si cuestionaban algo no lo sé, a mí no me llegaba el problema, se resolvía antes..
Los españoles son cada vez más así. Pero algunos no lo eran. Tal vez sea porque la forma de trabajar antes de llegar a peluquería es distinta. Aún ahora, cuando me pasan un figurín y veo para quién es me digo, por ejemplo: “a éste no hay quien le ponga un bigote. A ver por dónde le entramos al toro...”. Hay que tener mucha intuición, ¿sabes?, hay gente a la que no le gusta ponerse nada y hay que darle muchos pases bien dados.


¿Hay mucha diferencia entre los profesionales y los... los...? (yo busco una palabra que describa a la gente que confunde los rangos en el oficio, y me cuesta encontrarla. Antoñita me saca del apuro): ¿Los pijoteros?, dice. Sí, normalmente cuando tienen una categoría saben lo que quieren.

¿Te imaginas haciendo otra cosa que no sea esto?
¡No! Y me encanta, Teresa, me encanta.


Oye, Antoñita... ¿pensaste alguna vez que llevas 70 años haciendo mentiras?
Estalla en una carcajada. Pues sí. ¡Y me encanta también!
Es maravilloso que a un señor joven lo puedas convertir de pronto en viejo ¡y que la gente se lo crea! Lo bonito no es hacer monstruos, no. Lo bonito es hacer creíble una... eso que llamas una mentira.
Y eso es la vida para mi, antes más en el cine, ahora más en el teatro.





No, no podría vivir sin esto. Y cuántas veces hemos trabajado por poquísimo dinero, e incluso por ninguno... Porque mi pobre marido no era egoísta, y la mitad de las veces no le pagaban. Bueno... no es ser o no ser egoísta, es que te paguen lo que haces. Y ya no digo que te lo paguen como mereces, que si hubiera sido así nosotros teníamos que ser millonarios. La frase que más le he oído decir a mi marido era “¡Joder, a ver cuándo me llamáis para decirme que puedo tirar de largo!”. Pero así era mi Juli. Y así soy yo.

Sin embargo, creo que tengo mucha suerte. Lo mejor de mi trabajo es que la gente me respeta, y cuando hay que hacer una peluca llaman a Antoñita. Eso es lo que me mantiene en la profesión, que estoy a gusto porque reconocen mi trabajo.

¿Y qué pasa cuando ves el patio abarrotado o cuando escuchas aplausos cerrados de varios minutos?
Pues pienso siempre en el actor. No en el director, o en otra gente, o en mí... Pienso en él. Hace poco, con el espectáculo de Flotats, disfruté mucho. Fue un exitazo, y él es tan encantador, y lo vivía con tanta pasión... A veces, al teminar, me decía: "Pero hoy he oído toses, Antoñita". Y yo le decía: "Es que estamos en el tiempo de la alergia".


Delante de nosotros hay una peluca cuyas dimensiones me extrañan. Es para una cabeza enorme.
Ah, sí, es para Florentino Fernández, que va a hacer una película con Josema Yuste. Tiene la cabeza muy grande, sí. Aún está sin peinar, tengo que ponérsela con la melena así, ¿ves? como para un heraldo...


Yo me pongo la peluca. Cuando mi bisabuela me tejía sombreros de paja siempre renegaba del enorme perímetro de mi cabeza. Quiero consolarme con otra más grande. Antoñita se muere de risa al verme “¡pues pareces más joven!”, dice. Leo me dispara una foto (que no ha tenido el valor de mandarme).
Al lado, una de las cabezas de madera forrada de celofán para componer un perímetro justo, concreto. Esta es la cabeza de Fernando Sansegundo, dice Antoñita. Es para la peluca de su personaje en Edipo. Mañana estrenamos.


Antoñita, yo te he visto muchas veces en la sala, sentada en el oscuro, asistiendo a horas y horas de ensayos... ¡Y me verás siempre!, dice. Me gusta ver la transición que va tomando la obra. Lo disfruto muchísimo, ver colocar las luces, lo que sea...., todo lo disfruto. Pero es que además lo necesito. Hay gente que no pisa los ensayos, y eso afecta al trabajo. Yo necesito ver... por ejemplo: me dicen que tal actor tiene que salir despeinado. Pero claro, tú no puedes hacer una peluca despeinada, has de despeinarla antes de entrar en escena. Y has de saber cuánto tiempo tienes para enmarañarle el pelo. A veces, como ahora en el Edipo, hay varios personajes con cambios muy rápidos. Si tú sabes la razón dramática de por qué ha de salir despeinado, tú misma puedes aportar ideas, soluciones. Vas viendo los tiempos, las necesidades, los problemas... Primero hablas con el figurinista. Y ya cuando tomas más confianza con el director, le propones cosas. Por ejemplo: mire, esto que usted quiere no se va a poder hacer, pero tal vez si el actor sale por aquí en lugar de por allí...

No, nunca me aburro en un ensayo. Ahí me verás en cada ratito que tengo. En “Kabul”,con Mario Gas, he disfrutado muchísimo. Ver cómo iba creciendo aquel monólogo magnífico de Vicky Peña... Muchas veces estábamos solos Mario y yo en el patio de butacas. ¿No te aburres, Antoñita?, me decía. ¡Desde luego que no!

Y con Mario Gas estrena Antoñita otro espectáculo, ahora, en este preciso momento, mientras tecleo las últimas líneas del último“acto” de su entrevista.
Ayer Leo y yo asistimos al preestreno.“Muerte de un viajante”. Antes pasamos a darle un beso a ella en su taller del Teatro Español, su “otro” taller.
No ha leído aún nada de lo publicado. Yo la recuerdo hace años tratando de hacerse amiga de su ordenador, pero la amistad no cuajó del todo. Digamos que su relación no ha pasado de... necesaria y diplomática.
Nos recibe con la calidez habitual, que es tan grande como su talento, y con el par de besos que sus labios ¡siempre! pintados dejan en nuestras mejillas.


¿Por qué todo el mundo sabe que venimos de ver a Antoñita?, me preguntaba Leo después, al ver que había un comentario repetido por los técnicos, los acomodadores, la gente de producción...¡de todo aquel con quien nos cruzábamos! Por esa marca de carmín que llevas en la mejilla, las mías las borró la propia Antoñita, las tuyas no del todo... le digo. Le quedabas demasiado alto, seguramente.

Le pedimos una foto, aquí, en este su otro espacio, con Chema Noci, uno de sus ayudantes en el Teatro Español. Chema, “el nuevo Julián Ruiz”, como oí decir hace unos días. Se lo cuento a Chema. Es el piropo más grande que pudo decirme nadie nunca, dice.



Está a punto de comenzar un ensayo técnico, y todo está a punto ya, también en el taller de peluquería. Pero Antoñita nunca jamás se deja vencer por el estrés, nunca jamás deja de disfrutar con la gente, y nunca jamás deja de interesarse por ella (aunque seguramente estas tres cosas son la misma).

¿Cómo va la entrevista, chicos? ¿Qué habéis contado de mi en esos dos primeros capítulos?

Pues nada que tú no sepas, Antoñita, le digo. Excepto que te hemos llevado a Nueva York, ya que nunca has estado. Y que sepas que nos has invitado a desayunar en Central Park y que tienes una tiendecita al lado de Tiffany, en tu Quinta Avenida (Antoñita se muere de risa). Sin embargo... cuando fui a recoger mi libreta de notas a tu taller, sí le dije algo de ti a tu conserje que él no sabía.
¡No es posible! Nos conocemos hace 30 años, dice.
¡¿No me digas que no te ha saludado con una reverencia ese día?!, le digo yo.
Y entonces otra vez su carcajada cantarina... ¡ah, sí, sí! Lo que me he reído. Me dijo que te lo había prometido...


Y... bueno, 84 años de vida dan para una trilogía de mil páginas cada tomo, y 70 años del trabajo de Antoñita para varias tesis doctorales. Pero yo sólo voy a contar aquí las cosas que se dijeron y pasaron durante estas entrevistas. Y aquella de ese día terminó así:

¿Qué medallas son las de esa caja?, le digo. Ella abre la vitrina y coge una. Ésta es la medalla de oro de las Bellas Artes. Se la dieron a mi Juli. Esto lo convirtió en“Excelentísimo Señor”, ¿cómo lo ves?
¿Y esa otra?
Ah, esa me la dieron a mi. ¡Eso me convirtió en “Ilustrísima Señora”! Se ríe con auténticas ganas. (Eso sí es la ficción para ella, claramente, y por eso el conserje de su taller, que me habló con tanto cariño de su vecina, no tenía ni idea de tener vecinos tan oficialmente ilustres. Y por eso dijo que saberlo tantos años después se merecía que la recibiese con una reverencia la próxima vez que la viera aparecer por la puerta, y yo le dije que me prometiera que lo iba a hacer, y me lo prometió y lo hizo).


Entre los cientos de fotos que inundan el taller, y mientras me deja en la mejilla su último beso, me llama la atención una colgada junto a la puerta. Un grupo de gente y en medio una mujer pequeñita, rubia, coqueta (hasta aquí es ella)... con un peinado de esos elaborados, con cardados y así (ahí ya empiezo a dudar) ¿Eres tú?, le digo.

Sí, hija, soy yo. Alguien me peinó ese día, no sé cómo me dejé, ya sabes que no me gusta nada que me peinen.

¿Y qué pasaba en esa foto?
Pues... no sé... es del último premio que me dieron, ¡pero no tengo la menor idea de por qué me lo dieron!


Ah, olvidaba hacerte una pregunta, Antoñita, le digo ya en la puerta. Es la única pregunta que repito a todos los entrevistados: ¿Tú te tomarías el elixir de la eterna juventud?
No, contesta sin pensarlo. La miro, esperando... una reflexión. Ella me sostiene la mirada, entre escéptica, desafiante y divertida, unos segundos. Pero sólo añade: ¿Y tú?


Leo me mira y susurra: "touché". Y nos vamos sonriendo escaleras abajo.


(Esta entrevista fue realizada en la primavera de 2009)